Acudo al Camp Nou con un amigo ante la perspectiva de la fiesta de celebración de los, hasta ahora, dos títulos conseguidos.
El ambiente antes del partido es excepcional. Numerosísimas camisetas azulgranas y niños, muchos niños pese a la hora programada del encuentro (21h.).
El partido discurre sin más. No hay tensión ni en los jugadores ni la grada, con más ganas de celebrar que cualquier otra cosa. En algunos momentos sí hubo reproches ante un juego tan pasivo. Y el gol del Osasuna (y la victoria) justa penitencia ante el pecado de tener un campo tan lleno y ofrecer tan poco.
Sentí orgullo, sin embargo, de la afición en el momento del reproche arbitral. Cuando hubo la entrada del jugador azulgrana, he de reconocer que inmediatamente aplaudí que, por fin, algún jugador del Barça impidiera realmente el avance de un contrario ante nuestra portería (solemos coger de la camiseta, empujar, etc., modos mucho más amables [e igualmente castigados] de interrumpir el juego, pero no siempre efectivos). Por ello, la entrada, que al menos desde dónde estaba no me pareció violenta (sí contundente), la encontré correcta así como el castigo esperado (una tarjeta amarilla). Cuando el color mostrado fue distinto, expulsando a un chaval en su, creo, estreno con el primer equipo, me pareció tan excesivo que, con la bolsa de los bocadillos antes el partido encargados, me manifesté sonoramente en protesta no sólo de la decisión concreta, sino de toda una temporada soportando unos estrictos a arbitrajes y la tolerancia (también en este partido) hacia los rivales.
Al final, llegó la celebración (algo ‘cutre’, todo hay que decirlo) y los mejores deseos de todos para el próximo miércoles.
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